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Ni el presidente de los Estados Unidos ni el Papa quieren recibir a Alberto Fernández

Alberto Fernández consiguió el máximo objetivo de todo político: ser presidente de la Nación. Obviamente, la “bendición” de Cristina Kirchnerfue clave porque ella tenía la mayor cantidad de votos, si bien también necesitaba los que él le sumaba para volver al poder, ahora como vicepresidenta.

Pero el costo político que está pagando por tratar de complacer a su mentora es enorme, pese a que ella no quiere saber nada con él, y mucho menos que quiera ser nuevamente candidato a presidente.

Es sorprendente la inmolación política de Alberto Fernández luego de haber sido un severo crítico de muchas cosas de las presidencias de Cristina, cosas que terminó haciendo él mismo. Tras una consideración popular altísima al inicio de la cuarentena, apareciendo junto al jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, en las ruedas de prensa, decidió quitarle fondos de la coparticipación y comenzar una fuerte confrontación con él y toda la oposición.

Poco después anunció el envío de un proyecto para expropiar la empresa agropecuaria Vicentín que causó enorme alarma por su intento de avanzar sobre la propiedad privada, al punto de que debió volver sobre sus pasos. La inexplicable resistencia a la adquisición de las vacunas norteamericanas contra el covid -optó por la rusa- ocasionó una demora en la inmunización masiva que provocó más muertes, difíciles de cuantificar, pero ciertamente muchas.

Su actitud de confrontación había disgustado al Papa, favorable al diálogo y la búsqueda de consensos para afrontar los graves problemas del país. El malestar papal creció cuando el presidente decidió promover con fuerza la legalización del aborto en el peor momento de la pandemia y luego de haberle pedido ayuda para la renegociación de la deuda con el FMI gracias a la buena relación de Francisco.

Para profundizar el deterioro del vínculo con Biden y Francisco, Alberto hizo carambola el primer día del año, al anunciar que impulsaría el juicio para destituir a los miembros de la Corte. Washington no tardó en dejar trascender su desagrado. Poco antes -proféticamente- los obispos habían pedido no dañar las instituciones y respetar al máximo la Constitución.

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